El 20 de agosto de 1990 aterrizó en Buenos Aires la actriz porno y diputada italiana. Fue tapa de todos los diarios, escandalizó y mostró su cuerpo. Años después regresó, visitó a Gasalla, pasó por el Bailando y conversó con Susana. Sus años como espía húngara, la prostitución y el mundo de la pornografía
Algunos políticos saludan con los dedos en V; otros, lo hacen levantando los dos brazos por sobre la cabeza como si estuvieran a punto de hacer un lateral pero con un balón medicinal; alguno unía sus manos y las plegaba al costado de su hombro derecho como si preparara un swing de golf. Pero una, sólo una, tenía como carta de presentación, como saludo identificatorio, bajarse el bretel del vestido y liberar su pecho izquierdo ante la multitud (ese método le aseguraba mucha gente en cada presentación) mientras abrazaba un osito de peluche rosa: la Cicciolina.
El 20 de agosto de 1990 una inusitada cantidad de fotógrafos, periodistas, movileros de radio y televisión, y curiosos esperaban su llegada en Ezeiza. Una pequeña revolución. Ella llegó y mostró esa sonrisa quieta, permanente, algo muerta y cargada de rouge que la caracterizaba. La expectativa era enorme. Se había especulado con su llegada a la Argentina en los años anteriores.
En 1988 hasta se había hecho correr el rumor que ella, la diputada italiana recientemente electa, había decidido donar dinero para que en el país se construyeran “Parques del amor”, especies de Villas Cariños distribuidas en las grandes ciudades, sponsoreadas por empresas importantes en las que las parejas pudieran tener sexo gratis y hasta practicar, al menos por unas horas, el amor libre.
Apenas apareció, con un vestido celeste con volados dándole un toque ingenuo, la ametrallaron a preguntas, los flashes gatillaban sin cesar, los micrófonos golpeaban su cara. La sonrisa no se borró (ya se dijo: permanente). Nunca perdió la calma ni se incomodó. Algunos hombres de seguridad -patovicas improvisados- le hacían espacio. Hasta que llegaron a una sala. Pero no había ni escritorios ni micrófonos preparados. Sólo un sillón de cuero marrón de dos cuerpos.
Ella, Ilona Staller, supo qué pretendían de ella. No dudó ni un instante. Subió al sillón, se sentó en el respaldo, se bajó el escote del vestido y mostró su pecho izquierdo. Le dio más de un minuto a los periodistas para que retrataran el momento y cambió de perfil. Luego de guardar el primero, mostró el pecho derecho. Otra serie feroz de fotos. Con eso concluyó la conferencia de prensa. Luego se acomodó el vestido, bajó del sillón y dejó el salón. La sonrisa seguía allí.
Su arribo fue tapa de los diarios y noticia central en los informativos televisivos. En ese viaje se quedó casi diez días en el país. Al llegar al hotel miles de personas la esperaban. Para ellas también se bajó un lado del vestido. Cada uno de sus movimientos fue seguido por decenas de periodistas.
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Al dejar el hotel para volver a Italia, las últimas entrevistas la encontraron con un oso de peluche gigante entre sus brazos, regalo de un admirador. En el medio conversó con Susana Giménez, hizo algunos shows en la disco New York City y otras presencias. En su calidad de legisladora italiana pretendió conseguir una cita oficial con el presidente argentino Carlos Menem. La reunión se confirmó y se negó varias veces pero finalmente no se concretó, al menos en público. También respondió preguntas sobre política mundial y sugirió un plan de paz para la crisis en Irak: propuso acostarse con Saddam Hussein para lograr evitar la inminente guerra.
La mayor preocupación se centraba en el tenor de sus shows. En Italia durante la década del 80 sus presentaciones eran explícitas, con sexo en vivo, participación del público y hasta momentos en que la diva porno orinaba a los espectadores. Pero el número artístico que trajo había bajado algunos decibeles y sólo entraba en la categoría de erótico.
Los diarios de la época calcularon que la Cicciolina en su primer raid argentino recuadó cerca de 100.000 dólares.
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